© 2016 Henry Romero/Reuters |
Sólo habrá cambios reales en este país cuando las
autoridades, desde el presidente hasta los agentes del MP, tribunales, policía
y Fuerzas Armadas se sientan obligadas a tomar mucho más en serio las normas
que prohíben la tortura.
La tortura estará en la agenda del Congreso mexicano.
Combatir esta práctica generalizada debería ser una prioridad urgente para
todos los poderes del Estado. Su impacto en México ha sido devastador, no sólo
para las numerosas víctimas de tortura, sino además para la credibilidad del
propio sistema de justicia penal.
Consideremos, a modo de ejemplo, el caso de Taylin Wang y de
“Pedro Salazar”, una víctima de secuestro para quien empleamos un seudónimo con
el fin de proteger su identidad y privacidad.
Wang llegó a México desde su Perú natal hace siete años, en
busca de un futuro mejor para sus hijos. Encontró trabajo vendiendo ropa, y
luego abrió un restorán peruano. Se casó con un ciudadano mexicano, y juntos
estaban criando a sus dos niñas de 7 y 9 años, y a su hijo de 16. Cuando
agentes de la Policía Federal allanaron su domicilio en febrero de 2014, Wang
estaba embarazada de siete semanas.
Recientemente, Wang le dio a Human Rights Watch su
testimonio sobre lo sucedido durante el allanamiento, con la esperanza —según
dijo— de que su historia sirva para evitar que otros tengan que vivir una
situación similar.
Wang y su esposo, que se habían acostado tarde luego de ver
una película, fueron despertados por policías que irrumpieron sorpresivamente
en su residencia cerca de las 3 a.m. Los policías no les mostraron una orden de
detención. En cambio, sacaron a Wang por la fuerza de su cama, le gritaron que
era una “puta” y le exigieron saber dónde estaba su “amante”. Se llevaron a su
esposo a una habitación contigua, donde estaban sus tres hijos.
Uno de los agentes le quitó a Wang la bata y la acostó por
la fuerza en la cama. Mientras otros policías miraban, la penetró con el arma,
le agarró fuerte los senos y le preguntó si eso le gustaba.
Los policías llevaron a Wang y a su esposo hasta una
dependencia de la Policía Federal. No permitieron que Wang llamara al consulado
peruano. Le vendaron los ojos, la golpearon durante horas y la obligaron a
firmar un papel en blanco. “Hice cualquier garabato con tal que me dejaran de
golpear”, nos contó.
Wang luego fue trasladada a la sede de la Procuraduría
General de la República, donde advirtió que estaba sangrando profusamente,
mucho más fuerte que cuando tenía su período. La hemorragia continuó durante
días, incluso después de haber sido trasladada a una cárcel en el estado de
Nayarit. Posteriormente, le confirmaron que había perdido el embarazo.
Un informe médico oficial emitido cuatro días después de la
detención señala solamente “lesiones que no ponen en peligro la vida” y que
“tardan en sanar menos de 15 días”. Sin embargo, una evaluación psicológica
independiente de octubre de 2015 concluyó que había sido torturada. Y hasta hoy
sigue recibiendo tratamiento médico, entre otras cosas, por los severos dolores
de espalda por las brutales golpizas, que la aquejan desde el allanamiento.
En octubre de 2014, el Ministerio Público formuló cargos
contra Wang, acusándola de pertenecer a una banda de secuestradores. Las
pruebas en su contra incluían el testimonio policial y de otros dos presuntos
miembros de esta banda. La policía sostuvo haberla detenido, no a las 3 a.m. en
su vivienda, sino a las 10 a.m. en otro lugar, donde también encontraron a una
víctima de secuestro, que estaba esposado y con los ojos vendados. Los otros
supuestos implicados afirmaron que Wang había participado plenamente en la
actividad delictiva de la organización.
Los agentes del Ministerio Público también presentaron la
declaración de la víctima de secuestro, Pedro Salazar. Salazar ofreció un relato
estremecedor de cómo fue llevado a punta de pistola, sometido a golpes y
puntapiés, y obligado a repetir —bajo amenazas de asfixia— el rescate exigido a
sus familiares: debían pagar a los secuestradores USD 2,5 millones o le
cortarían los dedos.
No hay ninguna duda de que las autoridades mexicanas
deberían asegurar que las personas responsables de este terrible delito sean
llevadas ante la justicia. Pero existen motivos más que suficientes para dudar
que Wang fuera una de ellas.
La acusación presenta graves e innumerables incongruencias.
En primer lugar, está la absurda afirmación de que la Policía sabía que se
estaba produciendo un delito en la casa donde detuvieron a Wang —y por eso
ingresaron sin una orden judicial— en parte porque habían encontrado a su
esposo afuera y él les había informado, voluntariamente, que retenía a una
víctima de secuestro en la casa.
Luego, tres vecinas de Wang que declararon que ella no
estaba allí, sino en su propia vivienda, corroborando así su versión sobre el
allanamiento. Sin embargo, el agente del Ministerio Público desestimó el valor
probatorio de los testimonios de las vecinas y sostuvo —sin pruebas
consistentes— que se “presum[ía] aleccionamiento”, es decir, que habían sido
entrenados sobre qué testificar.
En tercer lugar, el Ministerio Público aceptó como válida la
identificación positiva de la voz de Wang hecha por Salazar (quien nunca la
había visto mientras estuvo en cautiverio) en un procedimiento que no incluyó
la comparación con otras voces femeninas.
Por último, y más alarmante, el Ministerio Público se basó
en señalamientos incriminatorios de los cuales los demás supuestos miembros de
la banda ya se habían retractado, tras afirmar que fueron torturados para
formularlos y que eran falsos.
No sería la primera vez que agentes del Ministerio Público
de México arman un caso sobre la base de testimonios obtenidos mediante
coacción. El escandaloso uso de la tortura por las autoridades ha desacreditado
sustancialmente las investigaciones sobre la desaparición forzada de los 43
estudiantes de Ayotzinapa y el asesinato de 22 civiles en Tlatlaya en 2014. Y
estos son tan sólo los casos más conocidos. En la última década, Human Rights
Watch ha documentado muchísimos casos de torturas cometidas por miembros de las
fuerzas de seguridad mexicanas, como golpizas, asfixia, descargas eléctricas y
violencia sexual, entre otras tácticas, empleadas a menudo para obtener
información u otras declaraciones incriminatorias.
Debido a este uso de la tortura para “resolver” casos, a las
víctimas de delitos y sus familiares —ya sea Salazar o las familias de los
estudiantes de Ayotzinapa— les resulta mucho más difícil obtener justicia, a la
que tienen pleno derecho. Estos métodos nefastos generan información que no es
confiable, socavan la credibilidad del proceso judicial y, muy frecuentemente,
llevan a encarcelar a personas inocentes.
En diciembre de 2015, el presidente Enrique Peña Nieto
presentó una propuesta de Ley General sobre Tortura que, entre otras cosas,
reforzaría las prohibiciones existentes sobre el uso de tortura para obtener
pruebas. El año pasado, el Senado aprobó una versión mejorada, aunque
imperfecta, pero en la Cámara de Diputados el proyecto sufrió modificaciones
que debilitaron varias de sus principales disposiciones. El mes pasado, la
Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos
en México publicó un análisis de este proyecto legislativo e identificó
disposiciones que deben modificarse para asegurar que México cumpla con sus
obligaciones jurídicas internacionales de derechos humanos. En el período de
sesiones legislativas que empieza este mes, el Congreso tiene la oportunidad de
incorporar estas modificaciones y promulgar una ley más sólida.
En vista de los deplorables antecedentes de México en
materia de tortura, el Congreso debería aprobar una ley contundente para
intentar eliminar esta práctica. Sin embargo, solamente habrá cambios reales
cuando las autoridades mexicanas, desde el presidente hasta los agentes del Ministerio
Público, los tribunales, la policía y las Fuerzas Armadas, se sientan obligadas
a tomar mucho más en serio las normas que prohíben la tortura.
Mientras tanto, Pedro Salazar aún no ha recibido de las
autoridades una versión seria y confiable sobre qué ocurrió y quienes son
responsables. Y en una cárcel de mujeres en la zona sur de México D.F., Taylin
Wang espera que se dicte sentencia, en un proceso judicial viciado y plagado de
irregularidades, por un delito que insiste no haber cometido.
Daniel Wilkinson. Director de la División de la Americas de HRW